Al comienzo del seminario de Ciberculturas
Cippolini planteó una idea muy interesante:
¿vale la pena trasladar la institución del arte a las redes de Internet? ¿Es posible, y cómo podría hacerse?
El primer acercamiento tuvo que ver con distinguir hackers de crackers. Hackers podrían ser artistas, online u offline.
Crackers serían otra cosa; galletitas malas del tarro, no se encontrarían bendecidos por la institución del arte, no serían “artistas". Discutimos un poco en el Rojas,
discutimos un poco acá, y luego Cippolini retomó el asunto
aquí.
Esta distinción entre seres buenos y malos trae un problema complicado, porque se parte de una distinción moral para determinar que es arte y qué no –ubicada en quien lo hace, en sus buenas o malas intenciones. Eso es totalmente contrario a la noción de autonomía del arte como aparece en
Kant (la obra de arte se da en un ámbito propio, que no es el la moralidad y tampoco es el de los juicios científicos –los juicios estéticos y sus objetos son autónomos en relación a los demás). De Kant hasta acá,
en el mundo del arte offline sería totalmente impensable que se le recusara la categoría de artista a alguien por “inmoral”. Al contrario:
las biografías de artistas malditos suelen poner en evidencia esta preeminencia de la obra sobre la moralidad de la vida, como si el artista genial encarnara justamente la autonomía del arte –viviendo de manera separada de la moral que sí atañe al resto de los seres sociales.
En esta autonomía
crece la esfera del arte como elite constelada que, como ha ocurrido con las prerrogativas de todas las élites históricas, viene a ser reclamada, invadida, arrebatada por las masas.
Es en esta lucha de poderes, de lugares de quien se arroga el derecho de estar más allá del bien y del mal, que se da la proliferación de ficciones y producciones que vemos en internet y los medios, desde
youtube a los
reality shows –rompiendo el plácido circuito del artista del siglo XIX y XX donde había arraigado la autonomía como triunfo y autoalabanza.
Entonces, volvamos a nuestra pregunta sobre el traslado de la institución del arte al mundo online.
¿Podemos llevarlo a cabo este traslado así, desconociendo las reglas básicas de la autonomía del arte? ¿No es acaso contradictorio?
¿Y si lo hacemos, no deberíamos recusar esta autonomía en el mundo del arte offline también?Creo que estamos muy lejos de esto último, y el síntoma más explosivo de esto se dio hace unos meses a raíz del "Affair Iuso". Me parece interesante traerlo a colación, porque tanto el seminario de Ciberculturas como esa acción tuvieron al Rojas como anfitrión.
Hubo, a grandes rasgos, dos posiciones. La posición gremial del mundo del arte mantuvo que el artista tiene como misión la provocación, y que toda obra de arte debe ser comprendida como tal, es decir, en su ficcionalidad entendida como ajena al mundo de la ley (el argumento de la autonomía). La otra posición, digámosle la del público, criticó la perfomance y defendió su reacción como parte del espectáculo –como contraparte, contra-libro de la situación generada. La interpretación que en mi opinión es la más interesante, es que la perfomance de Iuso había sido un éxito justamente gracias a la
reacción moral del público –primero, porque demostró la efectividad de la provocación, y porque el juego con los límites de la realidad y la ficción tenía como correlato urgente algo que también se encaramaba al límite o no de la autonomía del arte. Extrañamente, la
reacción gremial del mundo del arte se limitó a acusar de
ignorantes al público, exhibiendo el supuesto principal de la autonomía:
la autonomía registra como una casta separada de la ley al artista y sus producciones, y espera del público una conducta disciplinada ante las mismas. Esto es similar a la situación de las vanguardias políticas foquistas: es la casta iluminada, la elite que llevará adelante el trabajo de la palabra, que exige y da por sentado la existencia de una masa dócil, un grupo grisáceo (el público, el pueblo) en cuyo interés está el adherirse a las visiones maravillosas, la apertura libertaria, el señalamiento artístico brindado por la élite.
Es un asunto espinoso. Volviendo al traslado de la institución del arte al mundo online: ¿vale la pena partir de una distinción moral? ¿No estamos encerrándonos demasiado? Mi hipótesis es que
detrás de la distinción léxica entre hacker y cracker, no hay nada.
Rien, néant, personne. Todo hacker sabe que puede crackear lo que sea capaz de crackear: en el momento en el que crackea un banco, no es un
cracker, ni siquiera una galletita: es un ladrón. Y punto.
Hackear y crackear son verbos: no son entidades ontológicas, seres definidos por un estar de un lado del bien o del lado del mal. No hay autonomía del hacker en esto: un delito es un delito –el buen hacker tratará de salirse con la suya y evitar un rollo legal. Y si lo atrapan, quizás sepa que de nada sirve explicar “fue todo una ficción”, porque esa distinción carecerá de sentido.
Un ejemplo excelente es el de Fabricio Caiazza e Inés Martino, de
Compartiendo Capital, cuando contaban de qué manera habían burlado del sistema de cable, creando una "empresa" de cable ilegal y poniendo en letra chica “esto fue hecho con fines artísticos”.
La autonomía del arte como letra chica legal –es también una burla a la autonomía del arte como fue concebida en sus inicios. En ellos, el hackerismo me parece clarísimo, porque toma una tecnología estratégica del arte y la vuelve contra sí mismo –pasando por un acción contra el capital.
Trasladar, o no, la institución del arte al mundo online estará referido a las posibilidades de acciones que, en sí mismas, lleven consigo intenciones o señalamientos, creaciones y cúmulos de pensamientos que analicen, quiebren o imiten nuestras concepciones sobre el mundo en el que vivimos, sobre la tecnología que consumimos, sobre cómo la consumimos. Así, nada me parece más cercano a una
evolución del arte conceptual en su peligrosidad,
en su accionar de fantasma, que
los virus informáticos.
Me parece que, justamente, porque su manera de “darse como arte” es artera a la noción de arte, que se instalan como una cuña, como un estar y no estar, como un darse y no darse de la obra que me hace pensar en
una teoría estética del accionar del fantasma (pienso en Sloterdijk, en Derrida), una teoría de la obra de arte que funciona no como una presencia (presencia de la obra, presencia del museo y la obra en él, presencia de una casta que aclara y justiprecia esta presencia), sino como algo que
habita el mundo,
algo que habita nuestra vulnerabilidad, y está asociado a algo que no podemos controlar.
Creo que estamos en la primera fase de una situación super interesante. Quizás, con el malware,
nuestras computadoras nos llevarán a ser parte de acciones artísticas claves en teatros de guerra alrededor del mundo. De hecho, creo que si vamos a seguir participando de acontecimientos artísticos, lo haremos gracias a bits de malware (virus que tenemos, y no sabemos) que nos llevarán a formar parte de señalamientos, ataques y acciones donde una Idea organiza una representación.
Esto mantiene el problema de la élite de vanguardia, en su uso de un conjunto grisado de gentes (computadoras) que hacen cosas sin apelar realmente a su voluntad. Pero es quizás por esto que se impone una revisión de las categorías de obra total, donde el público tenga una incidencia que no es meramente la de completar un sentido, la de ser una percepción con la responsabilidad de completar u organizar un sentido, según una conducta adecuadamente dócil (que varía entre alabanza, curiosidad, indiferencia),
sino la de incidir sobre una escena moral donde hay una razón comunicativa por sobre toda otra institución –donde es el caos de las personas, su indisciplina y descontrol, y no las instituciones, lo que lleva la voz cantante.
La materia fundante del mundo nativo online.