Saturday, March 22, 2014

Soirée de honor argentina en París

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 por Pola Oloixarac para Revista Eñie


La ensayista Beatriz Sarlo llegó puntual, de rigurosas perlas japonesas, con una falda de tajo tanguero que dejaba entrever sus ya legendarias piernas. Ricardo Piglia sorteó las distinguidas multitudes engalanado en un trois pièces, el look intacto que hacía furor durante sus magnos días de Puán. Cual Justin Timberlake plateado, Ricardo tomó ágil posesión de la silla y comenzó a firmar sus libros pacientemente, inquiriendo el nombre de cada lectora con un parpadeo gentil.

Aconcagua humano entre los stands, Alberto Laiseca era de suyo un espectáculo impar. La eminencia de Camilo Aldao cruzó con lenta majestad los pasillos del Salon mientras los niños se arremolinaban a su paso, atraídos y fascinados ante su presencia sobrenatural (la littérature, c’est ça). A unos metros de la estela que dejaba Lai caminaba distraído César Aira, la mirada distante en lo alto como un Napoleón miope que escruta la batalla en lontananza, los estandartes editoriales multiplicándose infinitos, conversando con su amigo el mago-poeta Arturo Carrera.

En la cena de gala Martín Caparrós se encontraba en su elemento profundo. Departía con una copa de Pouilly-Fumé en mano y degustaba la exquisita combinación del foie aux truffes con su propio francés añejado, que domina como pocos. Ya ubicados en la amplia mesa circular, enjoyada de escarapelas, el bigote de Caparrós y el del Turco Asís generaban un extraño mandala.

En otra mesa Sylvia Molloy conversaba muy animada con Gabriela Cabezón Cámara, que se había delineado los ojos muy punk, y Ariel Schettini, que consultaba una misteriosa app en su teléfono que le decía cuántas personas (¿lectores, escritores?) había dicho la palabra frenchkissing esa noche. No se veía por ningún lado a Mariana Enríquez; su espíritu darkie (nunca emo) la había llevado a pasear por el cementerio Père Lachaise. Daniel Link llegó un poco más tarde: su conferencia sobre Copi, la supernova exiliada cuyas obras siempre están en cartel en alguna parte de Francia (toda drag tiene su Evita) lo había ralentado en las medianías de Paris Huit. Al llegar desplegó su abanico mientras recobraba el aliento, e intentó desviar la atención de la prensa francesa, en vano; vencido por la insistencia, comentó que sí, entre sus condiciones de contratación había exigido viajar con su gata Tita Merello y la gata no habría asimilado “el agua tan dura de Paris” dado que es “artera a su aristocracia intestinal”, a lo que agregó “perdón pero me tengo que ir”. Para entonces, un deportivo Martin Kohan ya se había retirado a sus aposentos; no es fobia, expliqué entonces, súbita vocera de la biopolítica especializada: es una técnica depurada para evitar los paparazzi. Por suerte Alan Pauls clavó los talones de sus Nike azules y recibió con aplomo el impacto de las fans.

Pero la pompa máxima fue cuando entró en escena Edgardo Cozarinsky –mistérico, con unos antifaces negros que exorbitaban sus ojos cerúleos. Todos elevaron su copa hacia Edgardo, que intentó zafarse de su destino de divo de la noche pero los franceses, con buen tino, lo escoltaron a su sitial para que no pudiera escapar. La noche estalló en aplausos; “nadie como él ha sabido unir el refinamiento de la alta cultura argentina con el arrabal”, comentó Josefina Ludmer, de estricto negro y diamantes. A la par del Salon habían organizado una muestra de los primeros documentales de Edgardo, una máquina mágica que permitía a los parisinos entrar y salir de Buenos Aires. “París está transfigurada. Al fin caemos en la cuenta de que, caminando por París, uno siempre es un fantasma entrando o saliendo de Buenos Aires”, comentaban los visitantes locales.

A la hora de los quesos, algunos se fueron al Flore (tan obvio) o al Deux Magots (l’horreur). Siguiendo a Edgardo que, como buen porteño, es un parisino de fuste, los autores caminaron por el Sena iluminado en lo que debió ser una de las noches más bellas del mundo. Por el río oscuro se deslizaba una pequeña embarcación con guirnaldas de lucecitas de Fogwill; el que comandaba el timón era el hermano de Fog, marino, y su hija Vera.

En suma, París era una fiesta, y no en el sentido Hemingway o Vila-Matoso del término. O quizás ya no era París: era Roma o Bizancio, y nosotros los godos.

Un estrépito los distrajo de la maravilla. Había siseos, gritos; no se entendía bien. No era francés; tampoco era el terciopelo de las gargantas argénteas.

 “¡Es un debate que nos debemos como sociedad!”, “¡Hay que abrir el debate!”  (bis)

El misterio cacofónico se disipó rápidamente: ¡era un generador automático de frases de Ricardo Forster! Un trineo de fabricación nacional, con partes chinas pero ensamblado en Tierra de Fuego, lo venía empujando entre los pasillos del Salon; como se habían olvidado de apagarlo, el muñeco generador automático de frases de Ricardo Forster había continuado camino por las callecitas de París. “Déjenlo, ya le va a tocar cruzar la Île Saint-Louis”, dijo Edgardo, su voz ronca de malevo abisal, que ya preparaba una de sus bombas ninjas para desaparecer sin dejar rastros. Todos guardaron un silencio educado lo que duró la proclama del muñeco, que venía sin traducción al francés (color local) y cuya estela de humo terminó devorada por el runrún de la noche.

El muñeco generador automático de frases de Ricardo Forster era bastante gracioso y de vanguardia tecnológica para la industria del cotillón, pero no era nada comparado a lo que vendría. De lejos parecía una comparsa, pero no era carnaval; tampoco se trataba de emular actitudes brasileras, en tanto el asunto revestía un delicado cariz nacional. Se venía un ser gordísimo (“la Cultura es un asunto muy UOM”, comentó Ariel Schettini, sin dejar de chequear su app), como el Hombre Malvavisco de los Cazafantasmas pero con la cabeza enorme de alguien que no había leído nadie pero que… ¡era Ernesto Laclau! Aullaba:

“¡Significante Vacío! ¡Significante Vacío!”, su probóscide subía y bajaba como el Pájaro Loco.

Rodrigo Fresán y Cecilia Szperling se miraron incrédulos; Luisa Valenzuela acarició al loro azul sobre su hombro, tranquilizándolo. “Cómo les gusta Lacan a los argentinos, es surreal. Para mí es el tipo que meaba borracho el palier de mi edificio cuando niño”, comentó el escritor Thibault de Montaigu, que después de ser vecino de Jacques se mudó a Buenos Aires pero había optado por París para no perderse la fête.

¿A qué venía ese alboroto? ¿Trajeron piquetes, Moyanos, paros docentes, para sumar más color local? Alguien susurró: No, no, es todo una perfo, por “Casa Tomada”, de Cortázar Julio. Es la perfo oficial.

Empezaba la puesta en escena de “Eva Perón” de Copi por una drag de lustrosa peluca caoba y cartera Louis Vuitton.