Querida Pola,
te escribo aquí porque no encuentro tu perfil en Facebook. Me agregaste como amiga, tras yo pedírtelo, y una semana después has desaparecido. Me pregunto si la razón de ese hacer mutis por el foro no está directa u oblicuamente relacionada con la actitud de Johan Van Vliet en tu novela sobre sus Transmisiones Yoicas. Quiero decir si no habrá sido la amigable ferocidad de tus miles de agregados lo que te haya empujado a tomar la decisión radical de borrarte del mapa, o de interponer entre tú y ellos —entre tú y nosotros— la negrura de un telón de scripts administrados por los nerds de Palo Alto. O quizá sólo sea una estrategia cinegética tuya: huir a una selva tropical que te sirva de atalaya para desde allí, oculta entre la espesura, observarnos, analizarnos, investigarnos: teorizarnos. Pero me atrevo a decir que tienes miedo, Pola. Miedo de que uno de estos días cualquier taxista que haya leído decenas de veces El guardián entre el centeno te recoja en una esquina lluviosa de una ciudad del cono norte del mundo. Así los taxistas, así la fama.
Puede que hayas mantenido con ese mundo una actitud equívoca. O quizá el mundo se haya formado una imagen errónea de Pola Oloixarac, por culpa del reflejo público que emanan tus actividades de savant disfrazada de aterpoppy cultural. El canto, la antropología, la escritura, la filosofía, tu argentinidad no eran razones suficientes para catapultarte al Hall Of Fame en que te encuentras. Pero si a ésas les unimos tu condición femenina, tu inteligencia y tu natural belleza, Pola, obtenemos para el terreno artístico lo que para el fútbol es Diego Forlán (Messi es mejor, pero algo más feo). Algo muy injusto, desde luego. Injusto para los hombres, para las feas, para las otras guapas, para quienes escriben y para quienes leen, para los auténticos nerds, para los que no leen ni escriben ni lo harán en toda su vida, para toda esa alteridad insignificante. Injusto también para ti, Pola. Porque leo críticas de tu novela y en todas ellas sus redactores no han evitado la tentación de significarte en alguna o varias de las categorías que he mencionado. No pueden valorar solamente tu libro: también tienen que sopesarte a ti o algún aspecto tuyo, alguna característica o aptitud extraliteraria, la que sea. La envidia los define y mueve. Dijo Montaigne —tantas cosas dijo—: “Se ha de rebajar el oro mediante algún otro material para adaptarlo a nuestro servicio”. ¡Oh, Pola, son tan predecibles!
Cuando te editaron en España y leí las primeras reseñas de Las teorías salvajes (que tú abreviabas en tu espacio de Facebook con un encantador LTS), fui corriendo a comprar el libro. Lo devoré en una noche insomne en la que eché en falta la costumbre del mate y los puchos. Tan inmenso es, Pola. Tan bestia cabría decir. Me enamoré de inmediato de la teoría sobre la que armas la narrativa y las disquisiciones ensayísticas insertas en LTS. Tú, en un libro de bolsillo —un hardcover de luxe con tamaño de paperback—, zanjas las motivaciones que me hicieron caer rendida a los pies de mi profesor de Estética en la facultad, y otorgas por fin, a través de Kamtchowsky, un sólido sentido poético al Ser nerd, sin los lloriqueos portuarios de Junot Díaz ni la carga peyorativa implícita en las torsiones de cuello post-universitarias —prosa/prosaica—. Por cierto, ya que estoy déjame que te diga qué grandes veo los nombres adjudicados a los personajes de tu novela. Ese Pabst, con su estar-a-un-lado onanista, interviniendo dialéctica pero no materialmente, cual director de cine que se apropia escenas ajenas (en tanto creaciones espontáneas por él incontrolables) a las que su mera observación sesgada dota de sentido crítico. La propia Kamtchowsky, que fusiona las nociones del empirismo kantiano con la faceta de activista político del otro Chomsky; y que también trae a la memoria la inhabitabilidad de la capital de Kamchatka. Andy y Mara, reciclando la Arcadia en impasses lisérgicos de trascendencia adulterada. Rosa Ostreech, cuyo apellido, como contraposición entre la belleza descrita del personaje (y de su nombre propio) y la fealdad canónica atribuida a las avestruces, funciona como un oxímoron terrible. Qué decir de Van Vliet, siendo éste uno de los más reputados comerciantes mundiales de flores, y conociéndose tu amor por las orquídeas. Nada es casual en LTS. A cada detalle le has transmitido tus afinidades, tus conocimientos, tus teorías, tu estar-en-el-mundo, tu yo. Diría que nada es arbitrario en ti —y perdóname si crees que estoy cayendo en lo mismo que critico en los demás: en el secuestro del sujeto con la excusa de analizar el objeto; sigue leyendo y verás que no es así—, pues hasta el nombre de tu blog, que existe fuera de la ficción y mencionas en LTS, tiene resonancias asociadas a las atribuciones con que la alteridad cincela tu imagen: el magazine de Melpómene —cortazarianos cogotudos—, la mujer que lo tenía todo pero no era feliz. ¿Qué es necesario, pues, para ser feliz? ¿Que nos falte (de) algo? ¿Algo alcanzable con cierto esfuerzo pero que, cuando se consiga, el premio adherido al código de barras, su bonus, sea la pérdida de parte de lo que ya se tenía o el establecimiento de nuevas metas? Toda ganancia implica una pérdida, dijo un Anónimo. Puede que tú hayas perdido una intimidad que no sabías que tenías, que nadie sabe que posee hasta que ésta desaparece por inundación de los otros. Consuélate con el mal ajeno: yo, a causa de Las teorías salvajes, he perdido mi trabajo.
(sigue)
[special thanks a Eduardo Sobico, ingeniero lector que me mandó el link]
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