Desde que la tradición vanguardista se consolidó bajo la estética de la destrucción, lo propio (o lo moderno) del arte moderno ha sido la guerra a la conciencia. Bajo el lema de romper convenciones, criticar los modos invisibles, ocuparse no del objeto sino del contexto, la norma del arte del siglo XX optó por una definición de la experiencia artística obsesionada con imitar los procesos mentales de la amenaza; traducido a una praxis progresivamente monótona de épater les bourgeois, con públicos entrenados en “descubrir el sentido oculto” o ver sus creencias vapuleadas en museos para luego regresar tranquilamente a sus casas, la pregunta por lo bello fue desplazada hacia la pesquisa por lo bellum (la guerra), guerra al pensamiento que se debía conmover o violentar. Así, la cuestión de la belleza quedó relegada a un lugar secundario, más o menos trivial. Como dice Terry Eagleton: “La respuesta que ofrece la vanguardia a lo cognitivo, lo ético y lo estético es bastante inequívoca. La verdad es una mentira; la moralidad apesta; la belleza es una mierda. Por supuesto, tiene razón. La verdad es un comunicado de la Casa Blanca; la moralidad es la mayoría moral; la belleza es una mujer desnuda anunciando un perfume. Sin embargo, están también equivocados. La verdad, la moralidad y la belleza son demasiado importantes como para entregárselas con ese desdén al enemigo político” (*).
Guerra y enemigo político no son nociones arteras al arte desde Duchamp; la vanguardia designa, primeramente, la posición en el combate. Durante el siglo, el arte como técnica de asedio a las conciencias tuvo mutaciones bélicas: shock and awe, la forma del terror y el éxtasis según la caracterización de lo sublime de Edmund Burke en su Enquiry, devino título de los ataques militares de la administración Bush sobre Irak (ver Shock and Awe), las operaciones conceptualistas y las estrategias terroristas para diseminar la buena nueva de la propia existencia tomaron inspiración unas de otras, y no es menos sintomático que el gran Stockhausen haya proferido el tabú, del que luego tuvo que retractarse: que el atentado del 11 de septiembre le parecía una formidable obra de arte, afirmación nada arbitraria en un canon estético donde apoteosis artística y apología del delito se conflagraban. Una historia de la guerra como teoría de las comunicaciones podría relevar los tráficos de ideas entre el arte de la guerra y el arte a secas del siglo XX; la consecuencia de este programa es que la temática de la belleza (compulsiva en la cultura de masas) volvió a ser profana a los hechos sacros de la alta cultura.
Un murmullo de tacones con hebillas y peluca empolvada en una redecilla suena detrás. Es Kant, que al distinguir lo bello y lo sublime calculó el acceso al infinito e imaginó un goce estético puro, capaz de empujar la razón hacia sus monstruos: una racionalidad activa, intelectual, que definía el proyecto humano y se elevaba en lo sublime, opuesta a una naturaleza baja, femenina, débil y bestial: la condena superficial de lo bello. Al hacer propio ese desdén, la vanguardia aceptó acríticamente el proyecto ilustrado, confiada en que una vez violentadas todas las convenciones y derrotada la tradición, la Verdad (como la revolución) se mostraría desnuda. El derrotero real del arte contemporáneo trajo otras verdades: entre ellas, que el mejor arte conceptual ya no es obra de artistas: un ejemplo reciente es The Whuffie Bank, sensación argentina de la conferencia de tecnología TechCrunch 09. “En un mundo donde la reputación es riqueza”, como reza el epígrafe, TWB calcula la riqueza individual basada en la actividad online de las personas (su cantidad de “amigos”, su Twitter); y si las relaciones humanas eran el último baluarte a salvo de la cosificación en la era del capitalismo global, como notaron las últimas banderas del arte conceptual de fin de siglo, TWB se apropia de las características de las obras de arte relacional, superándolas porque no necesita de la institución del arte (el dedo mágico del curador) para poner en evidencia el capitalismo contemporáneo de las relaciones humanas, y al mismo tiempo volverse su propia máquina.
Ajena a estos avatares, la belleza retorna como venida de las profundidades de la tierra y el océano, marcada por todas esas cosas que no debía ser. Munida de los atributos de la animalidad y lo viviente, se muestra y reluce como aquello que no podemos dominar y que se impone, incontrolable, como la conquista soberana que arrasa con las pobres versiones de lo real y racional. El arte debe dar un rodeo para reencantarse en ella, si bien la belleza aguardaba en otra cercanía: lo bello no como bellum, sino como bellua, forma latina para “la de origen oscuro”, el monstruo, la bestia feroz. Como Venus, la diosa de lo bello en amores con Marte guerrero, y la terrible Khali, que comanda la batalla y es la madre de toda posibilidad, la belleza asume dentro de sí todas las ficciones del poder, porque asumiéndolas derrota el nihilismo y las formas de la guerra aparecen ya no para traer la destrucción, sino como metáforas ancestrales de lo vital, donde la belleza es el registro de la conciencia enamorándose de todas las cosas.
(*) citado por Florencia Abadi.
agradecimientos: Florencia Abadi y Rodolfo Biscia