por Pola Oloixarac para
BrandoNo creían que, a los siete, yo leyera esas cosas. Mi primera referencia de la palabra “testículos” la saqué de versos como “Los militares leales son como los testículos: sólo acompañan el movimiento” que memorizaba de las revistas Humor, Sex Humor y Satiricón
(mis viejos coleccionaban). Entonces yo creía que los genitales masculinos eran una masa más o menos uniforme que se dividía en tres a los fines de la nomenclatura, pero que el sexo (oh, el sexo) los incluía a los tres, ya que los tres debían entrar y eso debía guardar alguna relación con algo que no podía explicarme si no como la búsqueda de la medida dorada de los culos. Porque había una lógica, un patrón en la prehistoria capocómica de la televisión:
Adriana Brodsky se agachaba a buscar algo,
Silvia Pérez se agachaba a buscar algo,
Beatriz Salomón se agachaba (aunque también se quedaba parada y los cómicos se le asomaban a las tetas, siempre mirando a cámara). Cambiaban los decorados, las chicas: pero la
unidad semántica del culo se multiplicaba en el asedio revisteril del boom del cola-less y la propaganda de televisores Hitachi qué bien se te ve. En torno a esa
puntuación, a esa ortografía, se organizaría la zona erógena alfonsinista: cuando la cabeza bajaba y la cola ascendía al centro de la escena, Olmedo no miraba “adentro” (no era adentro, razonaba yo, la cuestión): miraba cómplice a cámara posando cachete con cachete, y mis viejos estallaban de risa.
Pero antes de atender a la
tradición de sodomía que atraviesa la literatura política argentina (la tesis de David Viñas de que ésta empieza con una violación, la del cajetilla en El Matadero de Echeverría, la del niño proletario de Lamborghini, los apuntes de
V.S. Naipaul –nunca editados en Argentina- sobre la obsesión colateral del macho argentino), y en el lapso que medió entre el Juicio a las Juntas y la asonada carapintada, la primavera alfonsinista disfrutó de la coexistencia pacífica del humor y
la explosión sexual en escenarios militares: los inolvidables Olmedo y Porcel en
Rambito y Rambón primera misión (1986),
Los colimbas se divierten (1986),
Los colimbas al ataque (1987). Rambito la dirigía Enrique Carreras, el mismo de clásicos dictatoriales con Palito Ortega y de la increíble
Los drogadictos (1979) donde Gra Alfano se fuma un porro. Y ahí donde se daban las continuidades, empezaban los límites. La zona de mis consumos culturales tenía uno explícito: no podía ver películas con
Rodolfo Ranni. Ranni, habitante natural del policial, era el mal. Ranni era el cancerbero del cine que yo me moría por ver, porque además de culos había tramas que helaban la sangre, y ésa era la estirpe del cine maldito donde Ranni reinaba:
Los corruptores, Las esclavas, La muerte blanca, Los Gatos, Correccional de mujeres. Películas con sus propias divas prohibidas, como Edda y la Perissé. Pero ni bien empezaba
Función Privada me mandaban a mi cuarto a jugar con el microscopio, a ver si crecían mis amebas y seamonkeys.
La corrección política llegó para refrenar al policial (bajo el gran Ranni se podía estigmatizar gays, drogones, putas) pero nunca se impuso sobre la mediatización de los culos (apreciable en el linaje contorsionista actual). Si en el policial se jugaba la continuidad de la violencia y de la moralidad bajo amenaza, el destape mediático fue más bien maquillaje ibérico de una sociedad que jugó a ser liberal muy rápidamente. Y si la cultura baja podía unir el mensaje sexual con chistes y presencia de milicos, la cultura alta se ocuparía de separar bien estos términos vulgares e impolíticos. Al igual que en la biblioteca de Jorge Luis Borges y en
La peluquería de Don Mateo de Gerardo Sofovich, un día en la vida ficcional de Ranni contiene la totalidad de los hechos del universo (y la clave de la zona erógena alfonsinista).