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por Pola Oloixarac para Revista Eñie
La ensayista Beatriz Sarlo
llegó puntual, de rigurosas perlas japonesas, con una falda de tajo tanguero
que dejaba entrever sus ya legendarias piernas. Ricardo Piglia sorteó las
distinguidas multitudes engalanado en un trois
pièces, el look intacto que hacía furor durante sus magnos días de Puán. Cual
Justin Timberlake plateado, Ricardo tomó ágil posesión de la silla y comenzó a
firmar sus libros pacientemente, inquiriendo el nombre de cada lectora con un
parpadeo gentil.
Aconcagua humano entre los
stands, Alberto Laiseca era de suyo un espectáculo impar. La eminencia de
Camilo Aldao cruzó con lenta majestad los pasillos del Salon mientras los niños se arremolinaban a su paso, atraídos y fascinados ante su
presencia sobrenatural (la littérature,
c’est ça). A unos metros de la estela que dejaba Lai caminaba distraído César Aira, la mirada distante en
lo alto como un Napoleón miope que escruta la batalla en lontananza, los estandartes
editoriales multiplicándose infinitos, conversando con su amigo el mago-poeta Arturo
Carrera.
En la cena de gala Martín Caparrós
se encontraba en su elemento profundo. Departía con una copa de Pouilly-Fumé en
mano y degustaba la exquisita combinación del foie aux truffes con su propio francés añejado, que domina como
pocos. Ya ubicados en la amplia mesa circular, enjoyada de escarapelas, el
bigote de Caparrós y el del Turco Asís generaban un extraño mandala.
En otra mesa Sylvia Molloy
conversaba muy animada con Gabriela Cabezón Cámara, que se había delineado los
ojos muy punk, y Ariel Schettini, que consultaba una misteriosa app en su teléfono que le decía cuántas
personas (¿lectores, escritores?) había dicho la palabra frenchkissing esa noche. No se veía por ningún lado a Mariana
Enríquez; su espíritu darkie (nunca
emo) la había llevado a pasear por el cementerio Père Lachaise. Daniel Link
llegó un poco más tarde: su conferencia sobre Copi, la supernova exiliada cuyas
obras siempre están en cartel en alguna parte de Francia (toda drag tiene su Evita) lo había ralentado
en las medianías de Paris Huit. Al llegar desplegó su abanico mientras
recobraba el aliento, e intentó desviar la atención de la prensa francesa, en
vano; vencido por la insistencia, comentó que sí, entre sus condiciones de
contratación había exigido viajar con su gata Tita Merello y la gata no habría
asimilado “el agua tan dura de Paris” dado que es “artera a su aristocracia
intestinal”, a lo que agregó “perdón pero me tengo que ir”. Para entonces, un
deportivo Martin Kohan ya se había retirado a sus aposentos; no es fobia, expliqué
entonces, súbita vocera de la biopolítica especializada: es una técnica
depurada para evitar los paparazzi. Por
suerte Alan Pauls clavó los talones de sus Nike azules y recibió con aplomo el
impacto de las fans.
Pero la pompa máxima fue
cuando entró en escena Edgardo Cozarinsky –mistérico, con unos antifaces negros
que exorbitaban sus ojos cerúleos. Todos elevaron su copa hacia Edgardo, que
intentó zafarse de su destino de divo de la noche pero los franceses, con buen tino,
lo escoltaron a su sitial para que no pudiera escapar. La noche estalló en
aplausos; “nadie como él ha sabido unir el refinamiento de la alta cultura argentina
con el arrabal”, comentó Josefina Ludmer, de estricto negro y diamantes. A la
par del Salon habían organizado una muestra de los primeros documentales de
Edgardo, una máquina mágica que permitía a los parisinos entrar y salir de Buenos
Aires. “París está transfigurada. Al fin caemos en la cuenta de que, caminando
por París, uno siempre es un fantasma entrando o saliendo de Buenos Aires”,
comentaban los visitantes locales.
A la hora de los quesos, algunos
se fueron al Flore (tan obvio) o al Deux Magots (l’horreur). Siguiendo a Edgardo que, como buen porteño, es un parisino
de fuste, los autores caminaron por el Sena iluminado en lo que debió ser una
de las noches más bellas del mundo. Por el río oscuro se deslizaba una pequeña
embarcación con guirnaldas de lucecitas de Fogwill; el que comandaba el timón
era el hermano de Fog, marino, y su hija Vera.
En suma, París era una
fiesta, y no en el sentido Hemingway o Vila-Matoso del término. O quizás ya no
era París: era Roma o Bizancio, y nosotros los godos.
Un estrépito los distrajo
de la maravilla. Había siseos, gritos; no se entendía bien. No era francés; tampoco
era el terciopelo de las gargantas argénteas.
“¡Es un debate que nos debemos como
sociedad!”, “¡Hay que abrir el debate!” (bis)
El misterio cacofónico se
disipó rápidamente: ¡era un generador automático de frases de Ricardo Forster!
Un trineo de fabricación nacional, con partes chinas pero ensamblado en Tierra
de Fuego, lo venía empujando entre los pasillos del Salon; como se habían
olvidado de apagarlo, el muñeco generador automático de frases de Ricardo Forster
había continuado camino por las callecitas de París. “Déjenlo, ya le va a tocar
cruzar la Île Saint-Louis”, dijo Edgardo, su voz ronca de malevo abisal, que ya
preparaba una de sus bombas ninjas para desaparecer sin dejar rastros. Todos
guardaron un silencio educado lo que duró la proclama del muñeco, que venía sin
traducción al francés (color local) y cuya estela de humo terminó devorada por
el runrún de la noche.
El muñeco generador
automático de frases de Ricardo Forster era bastante gracioso y de vanguardia tecnológica
para la industria del cotillón, pero no era nada comparado a lo que vendría. De
lejos parecía una comparsa, pero no era carnaval; tampoco se trataba de emular actitudes
brasileras, en tanto el asunto revestía un delicado cariz nacional. Se venía un
ser gordísimo (“la Cultura es un asunto muy UOM”, comentó Ariel Schettini, sin
dejar de chequear su app), como el Hombre
Malvavisco de los Cazafantasmas pero con la cabeza enorme de alguien que no había
leído nadie pero que… ¡era Ernesto Laclau! Aullaba:
“¡Significante Vacío! ¡Significante
Vacío!”, su probóscide subía y bajaba como el Pájaro Loco.
Rodrigo Fresán y Cecilia
Szperling se miraron incrédulos; Luisa Valenzuela acarició al loro azul sobre
su hombro, tranquilizándolo. “Cómo les gusta Lacan a los argentinos, es
surreal. Para mí es el tipo que meaba borracho el palier de mi edificio cuando
niño”, comentó el escritor Thibault de Montaigu, que después de ser vecino de Jacques
se mudó a Buenos Aires pero había optado por París para no perderse la fête.
¿A qué venía ese alboroto?
¿Trajeron piquetes, Moyanos, paros docentes, para sumar más color local? Alguien
susurró: No, no, es todo una perfo, por
“Casa Tomada”, de Cortázar Julio. Es la perfo
oficial.
Empezaba la puesta en
escena de “Eva Perón” de Copi por una drag
de lustrosa peluca caoba y cartera Louis Vuitton.
2 comments:
No me queda claro si sos caricaturista o escritora.
Tal vez ninguna de las dos. Y ese sea el encanto de Pola...
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