La idea de que nuestros cerebros, tomados como tales, constituyan una montaña de compost para que las ideas de otros crezcan y se produzcan, primero, como larvas recién llegadas, en forma de dato informativo, para luego dedicarse a exterminar al resto de las presencias circundantes bajo la apariencia de un interés intelectual genuino pero cuyo único plan es expandirse y colonizar al resto y que, eventualmente, una vez transidas del milagro de la existencia, buscarán reintegrarse al medio ambiente del que provienen a través de los dispositivos de output ubicados en la boca y en los dedos (hablar, tipear) de modo de posibilitar el salto a otros cerebros-compost en los cuales reiniciar su ciclo de crecimiento y reproducirse bajo la apariencia de ideas propias, aunque en rigor se originaron a la sombra neural de otros seres, que tampoco se ocuparon de forjarlas sino que más bien resultaron del cruce de trayectorias vitales, personales y neuroquímicas propicias para la germinación de esas larvas, podría deberse en parte a Daniel Dennett. Escribe: “Voy caminando, y me entran ideas... ¿de dónde vienen? ¿Por qué? ¿Por qué las estoy pensando? ¿No son ellas, en realidad, las que quieren que las piense?” Las preguntas no tardan en ramificarse, invirtiendo las potestades cosmológicas. ¿Qué es un académico, sino la estrategia vital de una biblioteca para generar otra biblioteca? Qué son las gallinas, si no la manera de los huevos de generar más huevos.
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Esta serie de preguntas de Dennett y sus amigos son, de acuerdo a ellas mismas, ecos larvales de ese Harry Potter filosófico que protagonizaron René Decartes y la Hipótesis del Genio Maligno, en las Meditaciones. Honran el tipo de circularidad que sentimos moderna (“la modernidad nace junto con su propia parodia”, me dijo un joven académico mientras felábamos helados en un balcón de Boedo), y preparan el terreno para la fiesta online del joie de vivre (el secreto de la felicidad viral). Una breve hidrografía del asunto tendría a William Burroughs por campeón inicial, pronunciando que el lenguaje es un virus hambriento venido del espacio exterior, con William ungido por las hordas sabihondas como el epidemiólogo más lúcido de la infección; y en la punta más inexplicable, más oscura del estuario, casi perdiéndose entre las cavernas porosas, a la manera de esas excrecencias calcáreas que puede parecer a simple vista subproductos de la perversidad de lo húmedo en la roca, para luego revelarse fundamento de la sustancia viscosa que avanza, tendríamos al vídeo “Two Girls One Cup”, su infame estrella que pulula en internet, a cuyo visionado algunos sádicos someten a abuelas inocentes. (Los comentadores aseguran que es verosímil conjeturar en este punto la prueba de la existencia del infierno, porque no hay mayor castigo para la moralidad del ojo; otros fatigan versiones de San Anselmo, monje cuyas larvas supieron anidar en la cerviz cartesiana, y pronuncian que nihil potest cogitari, no es posible pensar a TGOC, uno de los fenómenos más ubicuos y desagradables de Internet.)
Es lógico creer que ciertas ideas, en principio vinculadas al universo natural de la flora y fauna cerebrales, hayan migrado, en el presente, de lo vivo a otras membranas. Algunos se preguntan por esa animalidad perdida del contacto, de tener una idea y arrumarla bajo la sien. Leía en estos días un libro de Jaron Lanier, un crítico de pelo rastafari con quien mantengo un desapego cordial, cuya apariencia de simétricos círculos agrupados me hace pensar tiernamente en quietud, alfileres y pinchazos, y subrayé: “Es perversa la manera en la que Internet ha comenzado a pudrirse. La fe central de su diseño inicial ha sido desbancada por una fe muy diferente, epitomizada por la idea de que internet está cobrando vida como un todo, volviéndose una criatura sobrehumana.” Una ideología enemiga (a Lanier y sus amigos) avanza en su dominio de las transmisiones: una que prefiere la horda antes que la persona, el anonimato antes que la “identidad” (¿la identidad es lo que certifica el Estado?), cuyas negras consecuencias incluyen la destrucción del individuo a costa de la creciente veneración de la máquina; en suma, un lugar mental siniestro donde el humano no es más que la estrategia de la red para crear más red. La adicción a la red, el anonimato, la redefinición de lo que sea humano, serían las realizaciones tempranas de esta pesadilla. La red estaría alejándose de los componentes “humanos” iniciales y deviniendo los que no lo son: al punto que los instrumentos para estudiar las máximas creaciones humanas han sido domesticados para satisfacer los ojos digitales (el NGram Viewer de Google), o el rumor de que los libros no se ponen online para ser leídos por personas, si no que los libros se ponen online (chan: música de theremines) para que los lean Inteligencias Artificiales (fin música de theremines).
Si mi biblioteca no estuviera en cajas, que es su refugio momentáneo para defenderse de la emergente vida fungal que nos acecha mientras emprendemos la huida a la montaña boscosa, podría fingir que cito de memoria el parágrafo 49 de Ideas, de Edmund Husserl, que se titula “La conciencia absoluta como residuo de la aniquilación del mundo”, pero no puedo.